Vaya esto por delante: las leyes sobre los derechos de autor no nacieron para proteger los intereses de los autores. Un poquito de documentación histórica demuestra sin lugar a dudas que los llamados "derechos de autor" fueron diseñados por y para los distribuidores (lo que incluye a la industria discográfica). Un sector que, con el desarrollo tecnológico actual, está quedándose totalmente desfasado y obsoleto.
Internet supone la completa desaparición de los costes de distribución por lo que carece de sentido limitar o prohibir el intercambio de archivos con la finalidad de preservar a toda costa el pago por la distribución centralizada. A muchos les cuesta un huevo y la mitad del otro comprender que el abandono de los derechos de autor no sólo es posible, sino deseable. Tanto los artistas como el público en general resultarían ampliamente beneficiados financiera y hasta estéticamente. Entramos en una etapa en la que no son las empresas las que deciden qué es lo que puede y lo que no puede ser distribuido. Entramos, inevitablemente, en una era en la que la cultura se distribuye en función de sus méritos. Volvemos a una étapa previa a la catástrofe disfrazada de beneficio para el autor, a la vieja y enriquecedora cosmología de la creatividad en la que la copia abierta de las obras de los demás es, simplemente, una parte normal del proceso creativo. La vieja patraña de que los artistas necesitan derechos de autor para vivir es simplemente una fábula muy bien construida.
LA VERDADERA REALIDAD DE LOS DERECHOS DE AUTOR
La industria ha hecho ímprobos esfuerzos para ocultar los verdaderos orígenes de los derechos de autor y para promover el mito de que fueron inventados por los escritores y artistas. Hoy en día se intenta, a toda costa, fortalecer estas leyes y, sobre todo, que el público no se pregunte nunca a quién favorece verdaderamente este sistema. A pesar de ello, la reacción del público contra las leyes que tratan de impedir la compartición de archivos es evidente.
Es la industria que vive de los artistas la que se gasta ingentes cantidades de dinero en abogados. Les importa poco ganar o perder demandas. A largo plazo lo que se busca es mantener la idea de que un autor es propietario de lo que produce su mente y que se debe controlar quién puede copiarlo. Sitúan la cuestión entre el artista asediado que necesita los derechos de autor para comer o pagar el alquiler y las masas crueles e irreflexivas que prefieren descargar una canción de internet o copiar un libro para no pagar un precio justo. La palabra "copia" se iguala, perversamente, a "piratería" o "robo" como si no existiera ninguna diferencia. Pero la hay: si te roban la bicicleta te quedas sin ella; si descargan una canción tuya ahora la tienes tú y la tiene otro. Aún más, la propaganda de la industria ha generado la creencia de que sin derechos de autor la producción intelectual se detendría y así los artistas no tendrían medios ni motivación para producir nuevas obras.
Sin embargo, un vistazo a la historia demuestra que los derechos de autor nunca ha sido un factor importante para permitir que florezca la creatividad. Los derechos de autor son una consecuencia de la privatización y la censura del gobierno en la Inglaterra del siglo XVI. No hubo levantamiento de los autores reclamando el derecho a impedir que otras personas copiaran sus obras. Lejos de ver la copia como un robo, los autores lo consideraban generalmente como un elogio. La mayor parte del trabajo creativo siempre ha dependido, entonces y ahora, de una diversidad de fuentes de financiación: las comisiones, los trabajos de enseñanza, subvenciones o becas, patrocinios, etc. La introducción de los derechos de autor no cambió esta situación. Lo que hizo fue permitir que un determinado modelo de negocio - fabricación masiva y distribución centralizada - realizara una selección de algunas obras para ponerlas a disposición de un público más amplio, con un beneficio considerable para los distribuidores.
La llegada de Internet, con su "instantaneidad" y gratuidad, ha hecho que el modelo de negocio se vuelva obsoleto. Prohibir el libre intercambio de información no sirve a los intereses de nadie excepto a los de los editores. Aunque la industria quiere hacernos creer que la prohibición del intercambio está relacionado con la necesidad de que los artistas puedan ganarse la vida, su afirmación no resiste un examen, incluso superficial. Para la gran mayoría de los artistas, los derechos de autor no aportan beneficios económicos. Es verdad que hay algunas estrellas - algunos de ellos con bastante talento - cuyos trabajos están respaldados por la industria, los cuales reciben la mayor parte de los beneficios de la distribución y generan un beneficio proporcionalmente mayor, que es compartido con el artista gracias a la mejora de las condiciones usuales que consigue un artista bien posicionado mediante la negociación. No es coincidencia que estas estrellas son los que la industria siempre tiene como ejemplos de los beneficios de derechos de autor.
Sin embargo, tratar a este pequeño grupo como representante de la totalidad sería confundir el marketing con la realidad. La vida de la mayoría de los artistas no se parece en nada a la de las estrellas. Por ello, el estereotipo del artista empobrecido sigue vivo y coleando después de trescientos años.
La campaña de la industria editorial para preservar los derechos de autor se libra por puro interés personal y nos fuerza a tomar una decisión clara. Podemos quedarnos mirando como la mayor parte de nuestro patrimonio cultural se embute en una máquina expendedora y se vende euro por euro o podemos examinar de nuevo el mito del autor y encontrar una alternativa.
EL VERDADERO ORIGEN DE LOS DERECHOS DE AUTOR
El origen de las leyes sobre derechos de autor está en la Inglaterra del siglo XVI y no tenían nada que ver con la protección de los derechos de los autores o el estimularlos a producir nuevas obras sino con la llegada de la imprenta, la primera máquina copiadora de la historia. La imprenta no representó más que ventajas para los escritores. Al contrario, fue algo totalmente estimulante. Pero al gobierno inglés no le preocupaba la escasez de obras sino su excesiva producción. Ahora muchas lecturas "sediciosas" podían estar ampliamente disponibles para el público. Así que el gobierno necesitaba urgentemente controlar el flujo de material impreso. Y el método elegido fue el de crear un gremio de censores del sector privado: la London Company Stationers (a partir de ahora LCS).
A la LCS se le concedió el monopolio real sobre todo lo que se imprimía en Inglaterra, tanto antiguo como moderno. Y esto a cambio de mantener una vigilancia estricta sobre el material a imprimir. No sólo se les dio el derecho exclusivo a imprimir, sino también el derecho a buscar y confiscar las prensas y los libros no autorizados, e incluso a quemar los libros impresos ilegalmente. Ningún libro podía ser impreso hasta que se inscribiera en el Registro de esta empresa. Y ningún trabajo se podía añadir al Registro hasta que había pasado el filtro de la censura.
El sistema fue diseñado de manera bastante abierta para servir a los libreros y al gobierno, no a los autores. Los nuevos libros eran inscritos en el Registro de la empresa por el editor, no el autor. Por convención, el editor que registraba la entrada estaba en posesión del "copyright", el derecho exclusivo de publicar ese libro y el Tribunal de la LCS resolvía las controversias por infracciones [1].
El derecho de la LCS es un derecho nuevo aunque basado la larga tradición de la concesión de monopolios a los gremios como un medio de control. Antes de este momento, los derechos de autor - es decir, una propiedad privada o el derecho genérico a impedir que otros copien - no existía. La gente solía imprimir obras de autores que admiraban cuando tenían la oportunidad. Dicha actividad es responsable de la supervivencia de muchas de esas obras hasta la actualidad. Se podía, por supuesto, prohibir la distribución de un documento específico por su efecto potencialmente difamatorio, o porque se tratara de una comunicación privada o porque el gobierno lo considerara peligroso y sedicioso. Pero estas razones se fundaban en la seguridad pública o sobre los daños a la reputación, no sobre la propiedad. También han habido, en algunos casos, privilegios especiales (entonces llamada "patente") que permitían la impresión en exclusiva de determinados tipos de libros. Pero hasta la fundación de la LCS no había sido un asunto judicial global contra la impresión en general, ni una concepción de los derechos de autor como una propiedad legal que pudiera ser propiedad privada.
Durante casi un siglo y un tercio, esta sociedad funcionó bien para el gobierno y para la LCS. La LCS se benefició de su monopolio y, a través de ella el gobierno ejerció el control sobre la difusión de la información. Hacia el final del siglo XVII, sin embargo, debido a cambios políticos más amplios, el gobierno relajó su política de censura, y permitió que el monopolio de la LCS caducara. Esto significaba que la impresión podía volver a su estado anárquico anterior y, por tanto, se consideró una amenaza económica directa a los miembros de la LCS, acostumbrados como estaban a tener licencia exclusiva para la edición de libros. La disolución del monopolio podía haber sido una buena noticia para los largamente reprimidos autores y los impresores independientes, pero era un desastre para la LCS. Así que tuvieron que elaborar una estrategia para conservar su posición en el nuevo clima político liberal.
La LCS basó su estrategia en un plan crucial que se ha quedado incrustado al mundo editorial desde entonces: los autores no tienen los medios para distribuir sus propias obras. Escribir un libro requiere sólo la pluma, papel y tiempo. Sin embargo, la distribución de un libro requiere de máquinas de impresión, redes de transporte y una inversión inicial en materiales y composición. Así, razonó la LCS, los escritores siempre necesitan la cooperación de un editor para hacer que su trabajo llegue al público. Su estrategia utilizó este hecho como una ventaja máxima. Fueron ante el Parlamento y expusieron el entonces nuevo argumento de que los autores tenían un natural e inherente derecho a la propiedad de lo que escribieran y que, además, la propiedad podía ser transferida a terceros por contrato, como cualquier otra forma de propiedad.
Su argumento logró convencer al Parlamento. La LCS había logrado evitar el odio a la censura, presentando el asunto como los nuevos derechos de autor pues sabían que los autores no tendrían otra opción que otorgar esos derechos a un editor para lograr distribuir su obra. Hubo algunas disputas judiciales y políticas sobre los detalles, pero al final los argumentos de la LCS permanecieron más o menos intactos, y se convirtió en parte de la ley estatutaria inglesa. Los primeros derechos de autor modernos, el Estatuto de Anna, fueron aprobados en 1709 y entraron en vigor en 1710.
El Estatuto de Anna es, a menudo, argüido por los defensores de los derechos de autor como el momento en que los autores recibieron finalmente la protección que se merecían desde hace tiempo. Incluso hoy, sigue siendo una referencia tanto en los argumentos jurídicos como en los comunicados de prensa de la industria editorial. Sin embargo, interpretarlo como un triunfo para los autores es ir en contra del sentido común y de los hechos históricos [2]. Los autores, que no habían tenido nunca "derechos de autor", no veía ninguna razón para, de repente, utilizar tanta energía para evitar la propagación de sus propias obras, y no lo hicieron. Las únicas personas amenazadas por la disolución del monopolio de la LCS fueron las de la misma LCS. Y el Estatuto de Anna fue el resultado directo de sus compadreos y campañas. En las memorables palabras de Lord Camden sobre la LCS "... llegaron al Parlamento como pedigüeños, con lágrimas en los ojos, desesperados y tristes, trajeron con ellos a sus esposas e hijos para excitar la compasión e inducir al Parlamento que les concediera una garantía legal." [3] Para hacer más aceptable su argumento, propusieron que los derechos de autor se originaran con el autor, como una forma de propiedad que podría ser vendida a cualquier persona (presuponiendo, con razón, que lo más frecuente es que se vendieran a un editor).
El Estatuto de Anna, tomado en su contexto histórico, es la prueba irrefutable de los derechos de autor. En ella podemos ver todo el aparato de los derechos de autor modernos, pero todavía en forma disimulada. Existe la noción de los derechos de autor como un derecho de propiedad y, sin embargo, la propiedad está realmente pensada para los editores, no los autores. Existe la idea de beneficiar a la sociedad, alentando a la gente a escribir libros, pero no ofrecieron pruebas que demostrasen que sin derechos de autor no se escribirían libros. Más bien, el argumento de la LCS era que los editores no podían permitirse el lujo de imprimir libros sin la protección contra la competencia y, además, que los impresores podían no reproducir fielmente las obras si se les da libertad absoluta para imprimir. El corolario es que sin la perspectiva de la distribución fiable, los autores producirían menos obras nuevas.
Su argumento no era del todo irrazonable, dada la tecnología de la época. Hacer una copia perfecta de un trabajo impreso, requería el acceso a la plancha original. Así que si de lo que se trataba era de fomentar la reproducción fiel, entonces un sistema de derechos de autor tenía una cierta lógica. Y ahora los editores se veían obligados a pagar a los autores a cambio de derechos de impresión en exclusiva (aunque de hecho la LCS pagaba a veces incluso anticipadamente a los autores, simplemente para garantizar la conclusión y la entrega de una obra). Los autores que consiguieron vender este nuevo derecho a los impresores no tenían un motivo particular para quejarse - y, naturalmente, no se oye mucho sobre los autores no favorecidos. La consolidación de los derechos de autor probablemente contribuyó a la disminución del patrocinio como una fuente de ingresos para los escritores [4], e incluso permitió que algunos autores, aunque siempre una pequeña minoría, pudieran mantenerse a sí mismos exclusivamente con las regalías que sus editores compartían con ellos. El hecho de que un derecho de autor dado sólo podía ser poseído por una de las partes a la vez también ayudó a prevenir la proliferación de las variaciones divergentes, un problema que había irritado autores tal vez más que el plagio, ya que no había una manera sencilla por la cual pudieran aceptar o renunciar a variaciones en particular.
Sin embargo, la historia es clara en este aspecto: los derechos de autor fueron diseñados por los distribuidores, para ayudar a los distribuidores, no a los autores.
EL VERDADERO PROPÓSITO DE LOS DERECHOS DE AUTOR
Este es el secreto que el lobby actual de los derechos de autor no se atreve a decir en voz alta, pero una vez que se admite el verdadero propósito de la legislación de derechos de autor se hace vergonzosamente claro. El Estatuto de Anna fue sólo el comienzo. Tras haber cedido a la premisa de que los derechos de autor deben existir universalmente, el gobierno Inglés se encontró bajo presión para endurecer las leyes y extender los plazos del copyright más y más.
Y este sigue siendo el patrón de hoy. Cada vez que el Congreso de EE.UU. extiende los términos de los derechos de autor es por la presión de la industria editorial. Los grupos de presión a veces sacan a relucir un autor o un músico superestrella como una ejemplo, un rostro humano para lo que es esencialmente un esfuerzo de la industria, pero siempre queda muy claro lo que realmente está pasando. Todo lo que tienes que hacer es mirar quién paga las facturas de los abogados.
La larga campaña de la industria, durante siglos, para hacer más férreo el sistema de derechos de autor no es, sin embargo, una lucha irreflexiva. Es una respuesta natural a las circunstancias económicas y tecnológicas. El efecto de la imprenta, y más tarde de la tecnología analógica de grabación de sonido, iba a hacer inseparables las obras creativas de sus medios de distribución. Los autores necesitaban a los editores igual que la electricidad necesita los cables. El único método económicamente viable de llegar a los lectores u oyentes era la tirada masiva: la fabricación de miles de copias idénticas a la vez, y luego físicamente exportarlas a diversos puntos de distribución. Antes de meterse en una inversión de este tipo cualquier editor, naturalmente, preferiría comprar o arrendar los derechos de autor. Y presionar al gobierno para fortalecer esos derechos es la mejor manera de proteger su inversión.
No hay explotación en este sistema, es sólo una cuestión económica. Desde un punto de vista empresarial, una tirada de miles de impresiones es un proyecto enorme y de riesgo. Se trata de los elevados costos iniciales de un medio físico (sea pasta de árbol muerto, cintas magnéticas, discos de vinilo, los discos ópticos o el medio que sea) además de complicada y costosa maquinaria de imprimir el contenido en el medio. También hay muchos otros gastos que el público no ve. El editor también debe negociar los precios y la línea de distribución, que no es sólo un asunto de contabilidad, sino de gastos físicos, de los camiones y los trenes y los contenedores de transporte. Por último, como si todo esto fuera poco, el editor se ve obligado a gastar más dinero en marketing y publicidad, para tener una mejor oportunidad de al menos la recuperación de todos estos gastos.
Cuando uno se da cuenta de que todo esto debe suceder antes de que el trabajo haya generado un céntimo de los ingresos, no es de extrañar que los editores pidan mano dura contra las violaciones del copyright. La inversión inicial de la editorial - es decir, su riesgo - es mayor, en términos económicos, que la del autor. Los autores por sí mismos pueden no tener el deseo inherente de controlar la copia, pero los editores lo hacen. Y en un mundo lleno de departamentos e intermediarios los editores siempre necesitan ganar más que el propio autor. La concentración de los resultados de la distribución de los ingresos, inevitablemente, es la lógica de una carrera de armamentística.
Y LLEGÓ INTERNET
La llegada de Internet ha cambiado esta ecuación. Se puede decir que Internet ha sido algo tan revolucionario como el desarrollo de la imprenta, y lo es. Pero es revolucionario en una forma diferente. La prensa puede haber hecho posible convertir un libro en mil libros, pero los libros todavía tenían que viajar de la imprenta a las manos de los lectores. Así, el gasto total de un editor era proporcional al número de copias distribuidas. En tal situación, es razonable pedir a cada usuario que participe con una parte de los costes de distribución. Cada usuario es, después de todo, más o menos responsable de su parte en los gastos. Si el libro (o registro) está en sus manos, debe de haber llegado allí de alguna manera, que a su vez significa que alguien invirtió dinero para que llegase allí. Divide los gastos por el número de copias, añade el importe del beneficio y llegarás, en términos generales, al precio del libro.
Pero hoy los datos pueden ser enviados a través de un cable a un coste prácticamente nulo y el usuario puede imprimir una copia a su propia costa y en cualquier calidad que puede permitirse. Además, ya no es importante poseer las planchas o copia maestra, de hecho, el concepto de la copia maestra en sí es obsoleto. Hacer una copia perfecta de una obra impresa en realidad es bastante difícil. Sin embargo, hacer una copia perfecta de una obra digital es trivialmente fácil.
Así, la práctica de cobrar el mismo precio por cada copia, independientemente de cuántas copias existen o quien las hizo, es injustificable. El coste de producir y distribuir el trabajo es ahora esencialmente fijo y no es proporcional al número de copias. Desde el punto de vista de la sociedad, cada euro gastado más allá de la cantidad necesaria (si procede) para llevar la labor a la existencia, en primer lugar es una pérdida, un obstáculo a la capacidad de la obra para difundirse según sus propios méritos.
¿Podrían los autores seguir creando sin el concurso de editores para distribuir sus obras? Incluso un conocimiento mínimo de Internet es suficiente para proporcionar la respuesta: por supuesto que sí. Los usuarios de internet se siente cómodos descargando música y haciendo discos en casa, y, lenta pero inevitablemente, los músicos se están sintiendo cómodos creando pistas para su libre descarga. Muchas obras cortas de ficción y no ficción están disponibles online. La impresión y encuadernación de libros todavía es algo más raro, pero sólo porque el equipo para hacerlo es aún un poco caro. No hay ninguna diferencia fundamental entre la música y el texto, desde el punto de vista de la distribución. Como la impresión y encuadernación se vuelven más baratas y, especialmente, porque se va a generalizar el uso de dispositivos electrónicos para leer (eReaders), los escritores ven más claramente las alternativas que ya vislumbran los músicos, y el resultado será el mismo: más y más material disponible sin restricciones guiados sólo por las preferencias del público hacia uno u otro autor.
Algunos podrían argumentar que los escritores son diferentes, que son más dependientes de los derechos de autor que los músicos. Después de todo, un músico espera realizar conciertos y, por lo tanto, puede obtener indirectamente más conciertos gracias a la liberación de las grabaciones de forma gratuita. Mayor exposición da lugar a más interpretaciones. Pero los autores no realizan conciertos, sino que llegan a su público a través de sus obras, no en persona. Si ahora tuvieran que encontrar maneras de financiarse ellos mismos sin tener que imponerse una escasez artificial de sus obras, ¿podrían hacerlo?
Ya realicé una aproximación a este tema en este artículo: EL FUTURO DEL MUNDO EDITORIAL.
Pero continuaré profundizando en este tema en relación con la música, los libros y el software en un futuro artículo.
Lo que todos debieran tener claro es que el mundo cambia, los modelos de negocio cambian y quien pretende seguir con viejas formas obsoletas está condenado al fracaso.
Internet lejos de ser un enemigo para los autores o creadores es, en realidad, una fabulosa y estimulante oportunidad.
Lo creais o no.
REFERENCIAS
[1] "An Unhurried View of Copyright", Benjamin Kaplan Columbia University Press, 1967, pp. 4-5.
[2] Copyright and “the Exclusive Right” ofAuthors, Journal of Intellectual Property, Vol. 1, No.1, Fall 1993, Professor Lyman Ray Patterson.
[3] Kaplan, p. 6.
[4] "Five Hundred Years of Printing" pp. 218-230, S. H. Steinberg, Penguin Books, 1955, revised 1961
FUENTE DEL ARTÍCULO:
Este artículo es una traducción y versión libre de "The Surprising History of Copyright and The Promise of a Post-Copyright World". El autor es responsable de la magnífica película:
"Sita Sings the Blues" distribuida sin derechos de autor según se explica en The "Sita Sings the Blues" Distribution Project
viernes, 4 de diciembre de 2009
DERECHOS DE AUTOR: UNA SORPRENDENTE Y BREVE HISTORIA
Publicado por SPN en 4:46
Etiquetas: Tendencias
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3 comentarios:
los musicos pueden dar conciertos para vender lo que producen , los escritores pueden colgar sus libros por capitulos en internet y cobrar a los que entren a leer o meter publicidad , de esa forma los artistas seguiran viviendo , produciendo y como hasta ahora los que mas gustan mas exito tendran.
los musicos pueden hacer conciertos y asi seguiran creando, los escritores pueden colgar sus obras por capitulos en internet y cobrar por leer y asi seguirian creando.
pues aunque un autor cobre por su producto, o mas bien la editora cobre por el producto, siempre podemos seguir pirateando, pero ahora sin cargo de conciencia
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